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miércoles, 13 de junio de 2012

La guerra de las aguas embotelladas


Hasta hace poco era de la canilla o la traía el sodero, pero hoy viene con infinidad de gustos y colores. La extraña metamorfosis de eso que aún llamamos agua. Ayer nomás, el agua se sacaba de la canilla y la única forma de tomarla embotellada era cuando estabas en un hospital. Hace apenas veinte años, el simple concepto de vender un producto que el común de la gente (al menos en nuestro país) veía como algo tan ubicuo como gratuito hubiera resultado tan curioso como si alguien propusiera llenar una lata con aire de la Patagonia. Sin embargo, hoy en día, el consumo del agua embotellada en todas sus acepciones ha crecido exponencialmente y representa un negocio que mueve más de tres mil millones de pesos al año en la Argentina.
Mientras que los agoreros de siempre temen con razón un futuro en que las luchas de la geopolítica estarán signadas por el acceso a las reservas de agua potable, en nuestras góndolas se libra una batalla asordinada, hecha de colores pastel, gas (pero poquito), sales y jugos naturales, que no por ello deja de ser feroz. Nadie quiere quedarse fuera de un mercado, cuya media mundial anual per cápita es de 21 litros y que en estas costas hemos superado al alcanzar casi los 30 (igualmente, lejos de los números de Italia, que lidera el consumo mundial con casi seiscientas marcas y 189 litros por persona por año). En una economía que se resiente en muchas partes y que aquí ha perdido la tan mentada aceleración a tasas chinas, el acceso a este universo en expansión sigue sumando jugadores. Con un 85 por ciento del mercado copado por dos monstruos de la producción de alimentos y bebidas, Danone y Nestlé, la torta a repartir parece tentadora, tanto como para que doscientas marcas nacionales se aboquen a embotellar el agua que habremos de beber.
Este ingente fenómeno se ha disparado en dos direcciones, aunque tales divergencias no siempre se excluyan. Basándose en la presentación de un producto que puede ofrecer tanto placer como salud, el agua embotellada crece, por un lado, como gaseosa vergonzante y, por el otro, como un consumo gourmet que comienza a utilizar la jerga de bebidas más respetadas (como el vino) y prestarse, cómo no, a la burla cuando aparece algún autotitulado hidrosommelier que se parece demasiado a Paul, el refinado connoisseur de Coca-Cola Light.
Si el lenguaje siempre corre por detrás de quien lo usa, qué decir de las leyes de cualquier sociedad. Saludabilidad parece ser el neologismo de la hora que sirve para expresar un fenómeno bifronte. Comenzó tímidamente en los 80 con el culto al cuerpo y sigue hoy con las leyes que prohíben fumar en casi todas partes, o que obligan a las obras sociales a cubrir la obesidad como cualquier otra enfermedad. Esto no quiere decir que nos hayamos convertido en una nación de ciclistas y corredores espartanos, pero sí que empezamos a darnos cuenta de que la longevidad ya es un hecho y que, justamente por eso, no podemos darnos el lujo de llegar demasiado estropeados. El consumo nos ofrece una pulsión de compra que no deja de promover la autoindulgencia al tiempo que nos azuza, Photoshop mediante, con cuerpos cada vez más imposibles.
En un país donde el acceso al agua es bastante bueno y barato (especialmente en Buenos Aires y su cordón urbano), el consumo de agua embotellada había estado relegado, pero existía de largo. Eso hizo que para muchos consumirla en botella fuera visto más como un lujo que como una posibilidad. Hubo que darle una vuelta de tuerca para que el fenómeno, más que remontar, explotase.

Por Fabián Dorado
http://www.conexionbrando.com/1475251-la-otra-guerra-del-agua
  

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